En mi post anterior te conté lo que me impulsó a cambiar las pipetas, los tubos de ensayo y el laboratorio por un ordenador, montañas de e-mails y pasar mi jornada laboral en una oficina, en aras de desempeñar una nueva ocupación laboral.
Ahora corresponde narrar lo vivido, conseguido y sufrido a lo largo de esta nueva experiencia que me llevó a cambiar de ciudad para ejercer una nueva profesión como gestora y coordinadora de proyectos de investigación.
Puedo resumir mi aventura como “transformadora”.
El hecho de comenzar de cero en un nuevo trabajo siempre resulta algo agobiante, al abandonar la zona de confort. Pero si, además, este nuevo reto laboral pasa por tener que coordinar un consorcio europeo, -entiéndase por tal término un conjunto de entidades tales como centros de investigación, universidades y empresas-, para conseguir que todos ellos trabajen, de la forma más armónica posible, para alcanzar, en el plazo de tiempo establecido, los objetivos científicos acordados con el financiador del proyecto, el desafío se convierte en algo aún mayor.
Mientras, en paralelo, se vigila y asegura que los fondos públicos destinados a tal fin se emplean de forma correcta y responsable para asegurar, en la medida de lo posible, que tales avances científicos redunden, en un futuro, en un bienestar social.
Subirse a este carro en marcha fue tremendamente complejo para mí. Las exigencias del proyecto eran altas y me empujaron a poner de inmediato al servicio del mismo mis capacidades de liderazgo, planificación, tanto económica como técnica, gestión y coordinación de equipos y resolución de conflictos, sin formación extra de ningún tipo, únicamente valiéndome del equipaje que traía conmigo desde mi experiencia investigadora.
Pronto aprendí una lección que ya me anticipó el director de la entidad, un día en el cual el diálogo hizo aparición en su persona: “El líder siempre está solo; hay que asumirlo cuanto antes”. La soledad del líder es real y es una de las sensaciones que toda persona destinada a liderar equipos, proyectos o lo que sea, debe integrar en su vida. Hay decisiones que se deben tomar en soledad, tendiendo en cuenta las opiniones de los equipos y expertos, claro está, pero la decisión final le pertenece a aquel o aquella que ha asumido el mando.
Un proyecto europeo implica trabajar con un equipo multidisciplinar, multicéntrico y multicultural, lo cual trae consigo grandes enseñanzas derivadas de esta diversidad: te enseña a ver más allá de lo obvio, a fomentar el diálogo y el respeto ante las distintas formas de trabajar y de afrontar los retos, además de abrazar la antedicha diversidad como una fuente de riqueza para la ciencia, creando un ambiente que acoge con los brazos abiertos las tormentas de ideas y la creatividad.
En un momento dado, descubrí que mi parte científica me permitía gestionar de forma óptima el proyecto, ya que todos esos conocimientos adquiridos durante mi paso por el laboratorio resultaron ser tremendamente valiosos a la hora de saber cómo repartir o recortar los recursos económicos, sin poner en peligro la excelencia científica. Por añadidura conocía la terminología, hecho que me dotaba para coordinar mejor el proyecto y a sus actores y actrices. Mi pasado en el laboratorio también me trajo la capacidad de poder cotejar que los hallazgos científicos y la parte financiera estaban en sintonía; por decirlo de una forma más llana: los fondos invertidos en el proyecto se estaban gestionando correctamente en pro de una ciencia de excelencia.
Pero no todo fue fácil ni mucho menos. El camino del laboratorio a la gestión estuvo plagado de momentos amargos y de obstáculos. Fue necesario un período de adaptación que se produjo a marchas forzadas al compás de las exigencias del proyecto y de los hitos a alcanzar. Ansiedad, dudas, incertidumbre, soledad y mi “síndrome de la impostora”, que lejos de quedarse en mi ciudad natal, me había seguido hasta allí… Superar todo aquello en la más absoluta de las soledades, -vivía sola, todos estaban lejos, tenía pocos amigos en mi nuevo emplazamiento geográfico-, resultó tremendamente opresivo para mi. El desamparo era intenso, sí, pero resultó ser una vía para que todas las cualidades, antes descritas y las que a continuación siguen, afloraran: aprendí a confiar en mí misma y en mi instinto, comprobé que era capaz de administrar con éxito, no solo mi casa sino también mi trabajo, desarrollé mi don de gentes, … La científica se había transmutado gestora y coordinadora. ¡Puf!
El saber definitivamente no ocupa lugar y es, por su propia condición, una herramienta clave para llevar a término y de forma óptima proyectos y empresas. Mi saber científico se une a mi formación gestora para, juntos, tender un puente entre ambos mundos, el científico y el administrativo los cuales, ya adelanto, no hablan el mismo idioma. Saber trabajar entre ambos me ha traído riqueza y a otorgado utilidad y calidad a mi trabajo.
La ciencia es vital para el desarrollo de un país, pero su gestión, a veces infravalorada, es también fundamental para que los recursos invertidos se utilicen de forma óptima y reviertan en la excelencia científica.
Si cada pieza encaja bien y es de calidad, la maquinaria resultante estará bien engranada y funcionará a la perfección. Lo mismo sucede aquí, una ciencia de calidad con una mala gestión, no llegará tan lejos como lo haría si, tanto ciencia como gestión, se vistieran con las ropas de la excelencia para lograr, en colaboración, su mayor función: trabajar para mejorar las vidas de los ciudadanos.
En el próximo post tendré la suerte de hablar, en forma de tertulia, con otros tres profesionales de la gestión de proyectos los cuales nos compartirán sus experiencias. Además, desmenuzaremos la figura del buen gestor o de la buena gestora para resaltar sus cualidades y funciones y veremos todo lo que su figura aporta a la ciencia de excelencia y, por extensión, a la sociedad.
Imagen de cabecera de Rick Barker en Pixabay
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