Llega un punto en la vida en el cual es menester cambiar de rumbo y emprender nuevas hazañas.
Esto es lo que me sucedió un buen día, tras pasar varios años dedicándome a realizar estudios de investigación, los cuales culminaron en la realización de mi tesis doctoral.
La situación cambió de la noche a la mañana cuando la investigadora principal y directora del laboratorio de investigación en cual estaba trabajando, enfermó de gravedad dejándome a mí a cargo de todo. Apunte al margen, la científica se recuperó satisfactoriamente tras más de un año de tratamiento.
Bien es sabido que “mares en calma no hacen buenos marineros” pero en ese momento, tal vez por inexperiencia o por desconocimiento del antedicho dicho, valga la aliteración, la nueva situación me pareció, cuando menos, abrumadora.
Una vez aceptada la responsabilidad y aplacado el sentimiento de agobio, comenzaron mis nuevas labores las cuales consistían en coordinar al personal del laboratorio en las diversas tareas que incluían la recepción y procesamiento de las muestras de los pacientes, las cuales seguían llegando al laboratorio para su análisis y diagnóstico. Por añadidura tenía que llevar a cabo la realización de los pedidos para asegurar el abastecimiento del material y un sinfín de gestiones requeridas para el buen funcionamiento de un laboratorio de investigación.
Superada la incertidumbre inicial y sobrepasado mi personal “síndrome de la impostora”, el cual me susurraba al oído “tú, no puedes con todo esto”, me di cuenta de que aquello me gustaba y no sólo eso, ¡se me daba bien!
De nuevo lo inesperado nos enfrenta a desafíos que hacen aflorar, si sabemos verlo, dones o cualidades ocultos que ni sabíamos que poseíamos.
Motivada al comprobar que una buena gestión de los recursos, tanto de los equipos humanos como técnicos, va de la mano de la buena ciencia, me decidí a dar el salto a la gestión y coordinación de proyectos. Así pues, una vez concluido mi trabajo en el laboratorio, inicie la búsqueda de una oportunidad para ejercer mi nueva vocación gestora. Tras varios meses, numerosas tazas de paciencia y tesón y alguno que otro chupito de desesperación y duda, encontré una organización que decidió apostar por mí y me abrió las puertas para que coordinara un proyecto europeo que les acababan de concede. Eso sí, debía irme a vivir a Pamplona. No quería retos … ¡pues toma dos tazas!
A la incertidumbre laboral por tener que empezar de cero en un trabajo nuevo y aún inexplorado, debía sumarle, ahora, el cambio de residencia con todo lo que ello conlleva. He de reconocer que me sobrevino la ansiedad más absoluta y el miedo al fracaso. Pero algo dentro de mí me insistía “tienes que irte, esta experiencia es necesaria para tu crecimiento personal”.
Abrazar el reto o ceder ante el miedo … compleja decisión.
Aconsejada por mi intuición y siguiendo mi instinto, los cuales se proclaman por lo general como sabios consejeros, me armé de valor y decidí aceptar el desafío que se me había planteado e irme. No sin antes asumir que mi decisión conllevaría cambios y traería consigo consecuencias; siempre hay que pagar un precio, cuestión que muchas veces se obvia, a mi modo de ver, erróneamente. Este “precio a pagar” suele venir en forma de soledad, incertidumbre o pérdida de algún tipo … en mi caso conllevaba dejar a todos atrás, familiares, amigos, pareja, en aras de emprender un nuevo camino en soledad, fuera parte del reto de enfrentarme a lo desconocido.
Encontrar un piso en la ciudad de destino se convirtió en una labor titánica, añadiendo más presión a mi persona, ya de por sí alterada por todos los cambios por venir. Es necesario puntualizar, para que se entienda bien el contexto de lo vivido, que todos estos acontecimientos surgieron a finales de junio, teniendo yo que incorporarme a mi nuevo puesto el 4 de julio, fecha próxima al comienzo, dos días más tarde, de las consabidas y mundialmente conocidas fiestas populares en honor a San Fermín. Ni te puedes imaginar lo difícil que resulta encontrar un piso en esas fechas en la capital de la provincia de Navarra. ¡Misión imposible! Lo imposible se convirtió en improbable y finalmente en posible, gracias un compañero de radio de mi madre el cual me ayudó, en la distancia, a conseguir un lugar donde alojarme.
Varias despedidas, una mudanza, un largo viaje en coche, una leve depresión, mucha incertidumbre y algo de miedo fueron mis compañeros durante aquellos días previos al comienzo de mi nuevo trabajo.
Para divertimento de aquel o aquella que esté siguiendo esta historia a modo de novela, siendo yo, por ende, su protagonista, añadiré una curiosa anécdota. Qué pensarías si el tercer día de trabajo, tus compañeros te comentan lo siguiente: “mañana tienes que venir a trabajar vestida con pantalón y camiseta blancos, “fajica” de color rojo y un pañuelo del mismo color atado a la muñeca”. Aún recuerdo aquel 6 de julio … parada en el recibidor de mi casa frente al espejo, antes de dirigirme al trabajo aquella mañana, con la mirada fija en mi reflejo el cual mostraba mi persona luciendo la indumentaria antes descrita, al tiempo que mi mente se preguntaba si aquello no sería una broma o una inocentada para reírse de “la nueva de la oficina”. En cualquier caso, me esforcé al máximo en que mi atuendo cumpliera con las exigencias detalladas el día anterior, agradecida, además, a mi casero, el cual me había traído el pañuelo o pañuelico, -empleando el morfema diminutivo usado por las gentes de la antedicha región-, de su propia peña.
Al salir a la calle comprobé que Pamplona se había convertido en un mar rojiblanco de formas que iban y venían por doquier. Ese decorado bicolor se había extendido a mi lugar de trabajo: allí todos lucían el mismo uniforme, incluido el director de la entidad. Esta homogeneidad en el vestir pretende, según me dijeron, eliminar diferencias para integrar y acoger bajo el mismo manto a pamploneses y a foráneos, sin distinciones, al menos en cuanto a indumentaria se refiere.
Lo que sigue resulta ser más una curiosidad que una anécdota, dicho lo cual, comentaré que el pañuelico permanece atado en la muñeca hasta el Chupinazo, celebrado a las 12:00 de cada seis de julio, momento en el cual se inician las fiestas y éste pasa a anudarse al cuello. El catorce de julio, tras cantar el “pobre de mí”, el pañuelico descenderá hasta enroscarse nuevamente en la muñeca a la espera del siguiente festejo.
Detengo ya mi narración acerca de esta peripecia que me llevó, a través de diversas vicisitudes, del laboratorio a la gestión de proyectos…
No sin antes concluir que los retos vienen a nuestras vidas para mostrarnos cualidades y capacidades que poseemos y que resultan vitales para nuestro desarrollo. Estas suelen hallarse, hasta la fecha, sumergidas entre láminas de desidia, costumbrismo, prejuicios, miedo o cualquier otro obstáculo que se nos venga a la mente destinado a entorpecer el crecimiento emocional de la persona en cuestión.
En mi próximo post te compartiré cómo resultó mi experiencia como gestora y coordinadora de proyectos europeos, los retos profesionales y personales que tuve que enfrentar, los logros y desavenencias acontecidos y los aprendizajes recogidos de esta experiencia derivada de dicho cambio de rumbo en mi vida.
Te dejo con estas reflexiones extraídas de uno de los libros de mi admirado Mario Alonso Puig:
“Si no te enfrentas a los desafíos no podrás crecer. Si no asumes riesgos no podrás mejorar. Si no afrontar tus miedos no descubrirás tu verdadero y enorme potencial”. 365 ideas para una vida plena; María Alonso Puig.
Foto de cabecera cedida por © Javier A. Bedrina – www.bedrina.com
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